EN PARTIDA DOBLE
Alejandro Mares Berrones
Desde la llegada en 1990 de Alberto Fujimori al poder, Perú ha vivido en una permanente crisis política, ligada a autogolpes de Estado, pactos con la delincuencia organizada y un aumento considerable en la inseguridad pública que ya tiene harta a la población, además de haber tenido a los militares como socios de su régimen.
Fujimori llegó por las urnas a la presidencia del Perú, pero como muchos otros presidentes de Latinoamérica —por ejemplo, Juan María Bordaberry en Uruguay; Fulgencio Batista en Cuba; Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela; Daniel Ortega en Nicaragua, y ahora Nayib Bukele en El Salvador— este último, con una alta popularidad, reformó la Constitución para reelegirse. Le ha intercambiado a la gente de su país seguridad por represión implacable, con claras violaciones a los derechos humanos.
Todos llegaron por las urnas al poder y después se convirtieron en dictadores. México ya vivió en el pasado su época de dictadores: Porfirio Díaz fue uno de ellos, también Benito Juárez, Plutarco Elías Calles, e incluso golpes de Estado, como el perpetrado por Victoriano Huerta, quien se proclamó presidente después de asesinar a Francisco I. Madero.
Desde 1995, con la llegada de Ernesto Zedillo Ponce de León, la Constitución Política y la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación han venido sufriendo reformas cada vez mayores, inclinándose a que en el futuro el modelo político sea la dictadura; ya la tuvimos con el PRI, que gobernó por 70 años.
La “dictadura de partido” se pudiera repetir en México, ahora con Morena. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum ya puso candados a su partido para combatir el nepotismo, esto solo legalmente ocurrirá hasta el 2030. Todavía en la siguiente elección, el alcalde o diputado que no se haya reelegido podrá hacerlo, aunque moralmente irá en contra de la decisión de la primera morenista del país.
Todos esos gobernantes de Latinoamérica tienen en común las siguientes coincidencias: anulan facultades o desaparecen a la Corte; reforman la Constitución a su antojo; concentran el poder en el Ejecutivo; y algunos otros, como Alberto Fujimori, llegaron hasta el autogolpe de Estado para perpetuarse en el poder, de la mano de los militares que fungieron como sus socios.
Fujimori, al final, terminó cometiendo delitos de lesa humanidad por graves violaciones de derechos humanos, que lo llevaron a prisión. Todos los dictadores caen en lo mismo.
El expresidente cometió un error: creó dos vicepresidencias “de chocolate”, las cuales se colocaron en el Congreso. Es decir, el poder legislativo en Perú es tan poderoso que hasta destituye presidentes, y esto es lo que ha sucedido en los últimos años. Comparado con México, es una “revocación de mandato”, no por las urnas ni la participación ciudadana, sino desde el poder legislativo: el 50 por ciento más uno de los legisladores hacen mayoría y corren a cualquier presidente del Perú.
El Congreso de ese país tiene amplios poderes constitucionales que le permiten destituir al presidente a través de mecanismos como la vacancia por incapacidad moral o física permanente, o por infracciones graves como el intento de disolver el Congreso o impedir las elecciones.
José de la Riva Agüero, en 1823, fue destituido por el Congreso por traición y dividir al país. Guillermo Billinghurst, en 1914, tras enfrentarse al Congreso y al Ejército, fue echado fuera. Alberto Fujimori, en el 2000, destituido por incapacidad moral permanente debido a corrupción y autoritarismo. Martín Vizcarra, en 2020, corrido por incapacidad moral permanente por acusaciones de sobornos. Pedro Castillo, en 2022, destituido por intentar disolver el Congreso y declarar un “gobierno de excepción”. Y ahora, en 2025, Dina Boluarte, destituida por incapacidad moral permanente debido a la crisis de inseguridad y corrupción; en su lugar quedó José Jeri.
En contraparte, Perú es el segundo productor mundial de cocaína, después de Colombia. Es un país donde en cualquier actividad productiva se encuentra la injerencia del narcotráfico y la delincuencia organizada, tal y como le ocurre a México en estos tiempos. Regiones completas son gobernadas por los barones de las drogas, que tienen a las instituciones de gobierno infiltradas por su propio personal.
El narcotráfico genera millones de dólares anualmente, afectando la economía formal y promoviendo la corrupción política en todos los niveles. La minería es otra de las actividades que controla la delincuencia organizada, como lo hace el Cártel Jalisco Nueva Generación en Jalisco.
México y Perú son muy parecidos. La delincuencia organizada de aquel país opera muy similar a la nuestra: la extorsión, el secuestro, el tráfico de personas y la abundancia de cocaína son algunas de las actividades ilícitas. Aunque los cárteles peruanos actúan más como proveedores para otras organizaciones criminales, también han corrompido a policías, a las Fuerzas Armadas, al sistema judicial e incluso, se dice, al propio Congreso.
Ellos son los amos y señores del país. El Estado no tiene la capacidad para enfrentarlos, así que operan en absoluta impunidad y mantienen vínculos con organizaciones trasnacionales como el Cártel Jalisco Nueva Generación y el Tren de Aragua, que mueven drogas sintéticas y el adictivo y peligroso fentanilo, al que tanto teme el gobierno de Estados Unidos. Organizaciones criminales que Donald Trump ha prometido combatir y eliminar.
Conclusión: En el Perú, el poder lo tiene el Congreso y el narco. ¿En México quién…?






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